12 Ene UNA HIPOTECA MUY GRANDE NO TE DEJA RESPIRAR
“Y una hipoteca muy grande no te deja respirar, por eso la cabecita sacá por el ventanal” canta Califato ¾ en Bucca y Catura. Un sentimiento compartido por más de una generación que ha visto como, desde la Gran Recesión de 2008, la vivienda se ha ido convirtiendo en una atmósfera cada vez más claustrofóbica. La anterior a la nuestra, convencidos en oficinas bancarias de una promesa de bienestar y 3D hiperrealistas de nuevas promociones inmobiliarias que, al poco de ser compradas, se transformaron en restrictivas cláusulas. Y nosotros, que hemos cumplido la mayoría de edad con la quiebra de Lehman Brothers, nos hemos visto abocados a navegar entre las ruinas de un mercado inmobiliario en descomposición, trampeando contratos de alquiler, subarrendando habitaciones o compartiendo pisos en negro con la siempre acechante presencia de una vivienda transformada en un espacio hostil. Los muros de ladrillo enfoscado de casas y apartamentos, al revés que en La Casa de Hojas de Danielewski, se iban constriñendo cada vez más, no sólo en metros cuadrados y garantías espaciales sino como un espectro monstruoso que transforma lo doméstico en algo extraño, inquietante, siniestro.
Mientras tanto, el capitalismo de plataformas, como buen antagonista de toda historia de terror, intenta convencerte de que ese espacio está bien. Que todo está bien. Y no, claro que no lo está. Los medios de comunicación, a través de artículos virales promocionados, te hablan de las ventajas de compartir piso, del nesting, de lo exótico de la precariedad, de viviendas colmena, de naves industriales reconvertidas en viviendas de estilo industrial. Los estándares espaciales de la vivienda tardofranquista de cualquier periferia son sustituidos hoy por los mínimos, aún más escasos, de cualquier promotora. Netflix, por su parte, te presenta a una asesora inmobiliaria que te dará toda clase de consejos para vivir libre de hipotecas: desde construir ilegalmente en zonas de vertidos industriales hasta alimentar a tus hijos con arroz durante diez años, acampar en una granja o convertir una barcaza en una suerte de loft holandés. Y, por si esto fuese poco, como solución envenenada, el mismo villano que ha intentado expulsarte de tu vivienda subiendo desproporcionadamente los precios del alquiler en pos del turismo aparecerá en la pantalla de tu móvil disfrazado ahora de start-up, intentando convencerte de reducir aún más tu espacio vital alquilando esporádicamente algún cuarto de tu vivienda.
Este es el inquietante espacio doméstico contemporáneo que nos ha tocado vivir, y no como una metáfora teórica de académicos norteamericanos, sino plenamente encarnado en contratos abusivos de alquiler, metros cuadrados, ventanas a patios interiores y tabiques de cartón-yeso sin aislamiento acústico. Y, al igual que el detonante de toda historia de fantasmas victoriana, es este trauma generacional el que invoca a toda una serie de espíritus a manifestarse. Espíritus que se vuelven carne y realidad en Kwh y tarifas de luz, con cada nuevo arrendamiento, con un aumento repentino de turistas en tu zona o con esos misteriosos hombres encorbatados paseándose por los barrios periféricos de cualquier ciudad. Y, así, ante cada aparición fantasmagórica en nuestra vivienda transformada en activo bancario o en renta pasiva de un casero, ante la imposibilidad de retornar a ese espacio doméstico seguro y familiar, aparece un malestar que nos obliga a sacar la cabeza por la ventana para paliar un ataque de ansiedad recurrente, a tomar aire como alternativa a los antidepresivos o a directamente escapar de ella.
Podríamos pensar que, al otro lado de la ventana, la situación ha cambiado, que la atmósfera siniestra y opresiva desaparece al dar el salto al espacio público. Un espacio al que, por definición, todo el mundo tiene acceso por igual. Sin embargo, la situación sigue siendo muy similar. Si en el interior de la vivienda la historia se parecía al terror victoriano, ahora la visión de la ciudad se asemeja a cualquier páramo post-colapso o gran centro urbano en ruinas con cadáveres caminando y profusa vegetación. No hay esperanza al otro lado de la ventana dado que las mismas lógicas del mercado, los mismos antagonistas y villanos, han logrado parasitar y fagocitar la riqueza y complejidad del espacio público hasta dejar sólo un caparazón vacío donde todo está mediado a través de relaciones comerciales, un esqueleto o cadáver de lo que en otros tiempos se imaginó que podía llegar a ser. Y, es que precisamente, si el proyecto arquitectónico moderno y socialista reclamó el carácter redistributivo del espacio público convirtiéndolo en un pilar fundamental de las políticas urbanas dotado de toda clase de servicios y un acceso universal a él, el realismo capitalista de las últimas décadas logró desposeerlo y eliminar cualquier vestigio de esta mera idea.
Esa misma presencia acechante que ha convertido las viviendas en algo siniestro lo ha hecho también con el espacio público. Poco a poco fue eliminando o dejando morir infraestructuras urbanas o comunitarias: los lavaderos y lavanderías comunitarias hoy son franquicias automatizadas que se multiplican en las esquinas de cada barrio, las posibilidades de uso de cada zona han sido reducidas al mínimo y toda disidencia convertida en un foco de criminalización y persecución. Mientras tanto, los centros de las ciudades, hipertrofiados con dotaciones y equipamientos de toda clase en un loop extenuante que tiende al 24/7 ¡danzad, danzad malditos! son caparazones fósiles dispuestos a ser devorados por el turismo y la productividad. Y, a la vez, zonas de concentración absoluta de riqueza, programas y actividades frente a unas periferias urbanas cada vez menos dotadas y más dependientes del espacio comercial. No queda ya ni rastro de su carácter redistributivo. Por otro lado, al poseer la misma materialidad que calles, edificios y aceras, del mismo modo que los ladrillos, gotelé y hormigón de cualquier vivienda, sólo podemos apreciarlo como algo siniestro, inquietante, un espectro tenebroso de lo que algún día fue y que, aún hoy, permanece en nuestro imaginario.
Reconstruir las relaciones espaciales y los parámetros de la pesadilla espacial que nos rodea implica repensar las formas de acción disciplinares, situadas cómodamente entre la heroicidad moderna y la complicidad con este realismo de la plusvalía. Más allá de la responsabilidad de promotores, especuladores, gobernantes y plataformas audiovisuales, es necesario revisar la complicidad técnica de la arquitectura en este empobrecimiento espacial y estas violencias estructurales para construir nuevas formas de construcción espacial. Si ha habido una individualización del malestar que alude a la química cerebral de cada individuo, es nuestra labor técnica volver a colectivizarlo a través de una mirada atenta que ponga el foco en las verdaderas condiciones que lo provocan. Interrogar a lo siniestro y lo espectral para sacar a la luz los monstruos que siempre habían estado allí.
La historia reciente y ejemplos contemporáneos de prácticas espaciales contiene casos de valor a través de los cuales sacudir los estándares y parámetros que definen estos violentos entornos. Cooperativas contemporáneas, viviendas obreras y hasta (los hoy anacrónicos) ejemplos domésticos de paternalismo industrial de mediados del s.XX son, a la vez, precisos ejemplos y rara avis de cómo reconstruir las relaciones espaciales dominantes de los homogéneos planes parciales y los atrofiados parques de viviendas que ocupan las periferias de cualquier ciudad. La altísima repercusión de superficie de espacios comunes en la superficie de vivienda de la cooperativa La Borda, en Barcelona, haría su desarrollo inviable para cualquier promotor encorbatado. Los espacios comunes de Santa María Micaela, en Valencia, serían difíciles de encontrar en cualquier bloque actual. Solo reformular los modelos de producción de la arquitectura nos posibilitará generar otros (y más justos) productos espaciales.
Invocados ya los verdaderos espectros que acechan el espacio doméstico y el espacio público, conocedores de los saberes arcanos que el neoliberalismo se ha encargado de erradicar de nuestros repertorios disciplinares y sumando a estos nuevos saberes traídos de otras disciplinas, estamos listos para exorcizar el espacio que nos construye y oprime. Es necesario que nos pensemos como técnicos y entendamos nuestra participación en el empobrecimiento y violencias que nos rodean. A la vez, entender las lógicas de todos estos villanos y espíritus para contestar sus procesos y comprometernos positivamente con aquellas comunidades que nos rodean. Solo así podremos escapar de esta pesadilla.
Créditos imagen:
Frame de la película Candyman (1992). Bernard Rose. Propaganda Films, Candyman Films, Polygram Filmed Entertainment.