La dimensión social y de gestión en la activación de locales para usos comunitarios

La dimensión social y de gestión en la activación de locales para usos comunitarios

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La dimensión social y de gestión en la activación de locales para usos comunitarios

Definir el problema

Detrás de una pared de ladrillo visto que fue levantada para ser temporal, recubierta de estratos de carteles, hay un local que lleva años, si no décadas, vacío. A pesar de estar bajo un edificio plurifamiliar, en un barrio denso, ningún comercio se atrevió a abrir sus puertas. Es innegable el potencial que puede tener para resolver necesidades de las personas que viven en el barrio, así como las problemáticas que genera su abandono, como sensación de inseguridad o problemas de mantenimiento. Aun así, a diferencia de los pisos vacíos, los bajos sin uso no forman parte del imaginario general de los problemas urbanos; ni tampoco como espacios de oportunidad que reclamar. Los locales vacíos llevan tanto tiempo en nuestros paisajes cotidianos que nos parece que forman parte de él.

Incluso nos falta comprender el problema, igual que fue necesario poner de relieve el problema de las viviendas vacías, definirlo y medirlo antes de tomar medidas para asegurar que cumplían su función social. En estudios de calles que aparentemente tenían muchos locales vacíos se descubrió que la mayoría en realidad se les daba uso, pero no público: almacén, vivienda legalizada o no…

¿Qué usos?

Cuando imaginamos que usos podrían acoger estos locales la lista es infinita. Nos parece especialmente interesante explorar como estos espacios pueden expandir espacios domésticos, como si estuviéramos ampliando nuestra casa y a la vez solapándola con otras viviendas del barrio: comedores colectivos, lavanderías, espacios de juego, habitaciones para las visitas, almacenes de herramientas y objetos compartidos,… Desde hace décadas que la disciplina arquitectónica ha teorizado y experimentado con viviendas colectivas flexibles y ampliables. Quizás la solución tiene más que ver con la gestión que con la tecnología y el diseño.

Como suele pasar no estamos hablando de nada totalmente nuevo. Los espacios comunitarios para usos domésticos existen desde hace tiempo y aunque muchos ya han desaparecido algunos todavía se mantienen (txokos o comedores comunitarios en centros autogestionados), se han modernizado y privatizado (antes lavaderos públicos, ahora lavanderías de iniciativa privada con lavadoras industriales), se están recuperando (hornos de pequeñas aldeas para cocer el pan o preparar grandes comidas) o reinventando (espacios de intercambio o puntos de recogida de frutas y verduras ecológicas).

Parte del reto es romper el estigma relacionado con compartir y con sacar lo doméstico a la esfera pública, visto por muchos como una obligación más que algo deseable. Sin ningún afán de romantizar la pobreza con un nuevo anglicismo, compartir espacios y servicios nos permite una gestión más eficiente de los recursos, con los beneficios económicos, ecológicos y urbanos que esto puede suponer.

Nuestras ciudades están inmersas en una atomización de la vivienda. Los hogares unipersonales o de dos personas ya son mayoría, y esto se suma en un momento de sentimiento de mayor individualización, soledad y menos lazos comunitarios con el entorno.

Muchas veces esto es propiciado justamente por la falta de estabilidad habitacional. Este tipo de espacios, además de ofrecer fuera de casa lo que esta no puede proporcionarnos, brindan la oportunidad de crear estos lazos.

Cuando hablamos de compartir estos espacios el uso se puede dar de forma simultánea junto a otros (como en un comedor comunitario) o no (como con una lavandería o una habitación para visitas). Realizar actividades junto a otras personas nos ayuda a estrechar los lazos comunitarios y combatir el fenómeno de la soledad. En su libro Eating Together, Alice Juliper defiende que el hecho de comer juntos puede cambiar radicalmente la perspectiva de la gente. Reduce la percepción de diferencias entre las personas: los que participan de la comida ven a sus compañeros de raza, género o clase social distinta como más parecidos a ellos que si lo hicieran en otro contexto. Incluso en el entorno laboral hay estudios que demuestran el impacto positivo de comer con los compañeros de trabajo. En una investigación dirigida por Kevin Kniffin se analizaron a los bomberos que cocinan y comen conjuntamente durante sus turnos. Aunque el ayuntamiento provee de cocina y comedores en sus estaciones de bomberos, no proporciona comida, así que los bomberos juntan recursos, planean menús y turnos, y preparan la comida ellos mismos. Participar de estas dinámicas no es obligatorio, pero en muchas estaciones forma parte de su cultura. Los bomberos manifestaron que comer juntos es un componente central de mantener los equipos funcionando correctamente. Se identificó una correlación positiva entre comer juntos y el trabajo en equipo. Por ejemplo se manifestaba una mayor actitud cooperativa entre los miembros que comían junto a otros respeto los que no lo hacían. Según los investigadores la actitud cooperativa subyacente en las prácticas de comida de los bomberos (recolectar el dinero, planificar, hablar, limpiar, y sobre todo comer) mejora el rendimiento como organización.

Y aunque empecemos con un uso concreto, este tipo de iniciativas pueden ser el inicio de otras que suplan más necesidades. Como cuenta Anna Puigjaner en su investigación sobre cocinas comunitarias, en el caso de Japón estas nacieron después de que las personas mayores crearan espacios de cuidado de niños y niñas que pasaban mucho tiempo solos.

¿Quiénes?

Si hablamos de la dimensión social las preguntas principales deberían ser quien usa y quien gestiona estos espacios. La respuesta tendrá una gran influencia en el resultado del proyecto. En el caso de locales de edificios existentes lo que nos puede parecer más lógico sería que el principal grupo beneficiario sean los propios habitantes del inmueble. Pero abrirse al barrio, más allá del edificio permite poder crear comunidades por grupos de interés que facilitarán la creación de un proyecto compartido, más fácil de autogestionar. Además, la casuística es tan específica que sería difícil que en cada comunidad coincidiera el tipo de local o locales de los que disponen con las necesidades que detecten.

Uno de los mayores retos de este tipo de proyectos es como facilitar el acceso a aquellas personas que justamente más lo necesitan y se podrían beneficiar de su uso. Dinero (en caso de que sea necesario pagar por el uso), tiempo, conexiones, idioma, conocer el funcionamiento o su mera existencia, son algunas de las barreras que pueden dejar fuera algunas personas. Cuestiones de apertura y difusión del proyecto o conceptos de equidad, solidaridad y justicia social en el acceso a los servicios son claves para facilitar la participación de personas con menos capital (económico, social, de tiempo,…).

Activar estos espacios no sólo tiene beneficios directos para aquellas personas que los utilizan, también ofrecen mejoras indirectas al resto del barrio: de un lado siendo calles más seguras y agradables, aportando los “ojos en la calle” que reclamaba Jane Jacobs; del otro pueden ser el motor de otros comercios. A partir de un cierto porcentaje de locales vacíos en una calle es muy difícil revertir la dinámica de abandono, ya que los bajos en uso atraen a posibles clientes para otros negocios.

¿Qué tenencia?

Otro de los elementos en la ecuación es la propiedad del local. Puede ser una propiedad privada (o de la propia comunidad) y que la comunidad acceda directamente a su uso (por un alquiler u otro tipo de cesión), por lo que la administración pública no entraría en el proyecto, o no más que con subvenciones corrientes como otros proyectos sociales.

Por ejemplo, el Ayuntamiento de Barcelona ha llevado a cabo convocatorias para que iniciativas comerciales sociales, o beneficiosas para el entorno, puedan obtener el uso de locales municipales a condiciones ventajosas. Este proyecto se está engrosando con otra convocatoria bajo el nombre de “Bajos de Protección Oficial” dirigida a aquellos propietarios que quieran vender su local a la administración pública. Esta iniciativa nace de las limitaciones de la compra pública, ya que la necesidad de justificar la inversión puede complicar la compra pública de un espacio concreto.

Si pensamos en iniciar un proyecto de este tipo en un espacio en alquiler, la menor inversión inicial facilita que se inicie, pero por contra puede ser más inestable, en el caso de contratos cortos. Parecido con la masovería urbana, que no requiere capital inicial, pero si tiempo disponible y ciertas habilidades, además de ser un modelo poco conocido que puede generar reticencias por parte de la propiedad.

En muchos casos los locales siguen vacíos debido a que la codicia de propietarios que no quieren bajar los alquileres, aunque el propio mercado esté demostrando que es demasiado alto. Relacionado con lo mencionado sobre la problematización del tema, se podrían plantear medidas sancionadoras o incentivos para conseguir activar más espacios ahora sin uso. Se puede plantear un modelo de mediación parecido a Alokabide para locales cuyo objetivo sea comunitario y que atienda a la posibilidad de expandir la vivienda.

Estos escenarios nos permiten pensar en iniciativas temporales, que pueden ser más fáciles de arrancar que proyectos definitivos. Aunque debemos vigilar que la temporalidad no acabe siendo una herramienta para “mantener caliente” un espacio de forma especulativa, que acabe echando los proyectos una vez sea atractivo económicamente. La temporalidad debe ser entendida como un campo para experimentar e ir consolidando o modificando lo que funciona y lo que no; empezando con proyectos “en beta” que van progresando, en el mismo espacio si esto es lo mejor para el proyecto, en otros si necesita otras características.

¿Qué gestión?

Aquellas comunidades con más recursos, económicos y organizativos, podrían optar por una forma de grupo cerrado, resolviendo las necesidades o deseos del grupo promotor, pero sin abrirse al resto de la ciudadanía. Aunque no tiene por qué ser así. Son muchos los ejemplos de espacios gestionados con una lógica de lo común, que aunque estén gestionados por un grupo concreto están abiertos a toda las personas. Fórmulas más abiertas, ya sean totalmente autogestionadas o cogestionadas con la administración pública, permiten llegar a otras personas y superar algunas de las barreras antes mencionadas. Por contra, dependen de que haya una masa crítica con capital social suficiente.

La colaboración con la administración pública puede facilitar el acceso a recursos (económicos, de espacio, materiales, profesionales, permisos,…) que permitan viabilizar proyectos de carácter social. También existen subvenciones para poder adecuar los locales, pudiendo cubrir el coste de obra o el impulso de la nueva actividad. Todo esto depende de convocatorias públicas, lo que supone limitaciones en la cantidad de recursos y en el tiempo.

También se pueden plantear mecanismos mixtos, donde haya cogobernanza entre la comunidad y la administración. Esto puede ser más lento de arrancar, ya que es necesario generar un convenio o una tercera entidad, cosa que no es ágil para la administración. Como beneficio es más fácil movilizar recursos públicos, permite a la administración ser más discrecional, ofrece mayor estabilidad del proyecto, puede compensar la falta de capital social de la comunidad, y todos los actores o partes implicadas se ven beneficiadas de este intercambio.

Finalmente podríamos pensar en una gestión totalmente institucional (siendo el espacio de propiedad pública o no), como si formara parte de la red de servicios sociales o de cultura de la administración. Esto permitiría un mejor acceso a los recursos públicos, pero puede suponer una gestión menos ágil: la administración tiene procesos más lentos y está ligada a más normativas internas, además que en muchos casos hay una falta de coordinación entre áreas que supone una complicación añadida. Además lo institucional puede alejar parte de la ciudadanía que se sienta poco representada, más cuando estamos pensando en usos relacionados con lo doméstico.

La tecnología puede ser una aliada para que la autogestión sea más ágil. No es necesario depender de elementos muy sofisticados y costosos, que tomen demasiado protagonismo y dejen fuera a gente generando otras barreras. La tecnología puede aportar plataformas que faciliten el debate y la discusión, ordenar la información, o sistemas de reservas y pagos.

Red de espacios

Todavía estamos esperando ver nacer estas iniciativas, pero ya fantaseamos en un escenario ideal donde una red de espacios con usos complementarios permitiera resolver las necesidades que las personas no pueden (o quieren) resolver en sus viviendas u otros espacios de la ciudad. Donde encontrarnos con otras personas para socializar y compartir ciertas tareas. Con una gestión ágil, como podemos tener hoy en día con las bibliotecas, que podamos usar con una aplicación de móvil, una web, o incluso un mostrador para aquellas que necesitan ayuda de otra persona. Aunque sea incipiente, vemos proyectos como Dones Cohabitant del Col·lectiu Punt6, que apuesta por compartir espacios comunitarios fuera del hogar para reivindicar que las tareas de cuidados y reproductivas sean responsabilidad social y pública, haciéndolas visibles en los entornos urbanos y comunitarios.

La dimensión social y de gestión en la activación de locales para usos comunitarios

CARLES BAIGES CAMPRUBÍ

Arquitecto y sociólogo urbano.

Es socio fundador de Lacol, una cooperativa de arquitectura para la transformación social basada en el cooperativismo y la participación. A través de su trabajo promueve la generación de infraestructuras comunitarias para la sostenibilidad de la vida como herramienta clave para la transición ecosocial.

Imparte clases en varios centros como la Escuela de Arquitectura de la UAB, el CEA y la Universidad de California.

https://www.lacol.coop