29 Feb TERRITORIALIZAR Y PLANIFICAR LA ALIMENTACIÓN
Huerto vecinal de Benimaclet, Valencia, 2016. Morán, Nerea.
Partimos de la premisa de que el planeamiento urbano y territorial tiene como fin la búsqueda del bien común, la eficiencia en el uso de los recursos naturales, la cohesión social y la calidad de vida de la población, en el presente y en un horizonte temporal amplio. Considerándolo desde esta perspectiva podemos comprobar cómo a través de la ordenación de usos y actividades en el territorio se cubren mínimamente distintas necesidades vitales. Por ejemplo, la provisión de alojamiento, estableciendo estándares urbanísticos para la vivienda de protección pública, los equipamientos colectivos y las zonas verdes; o la provisión de agua, protegiendo las fuentes de abastecimiento y las infraestructuras de distribución… La misma creación de infraestructuras verdes pueden entenderse como estrategia de aumento de nuestra calidad de vida, al proveernos de servicios ecosistémicos, como pueden ser la mejora de la calidad del aire, el control de inundaciones, la regulación climática, o el aumento de la salud y el bienestar…
Las herramientas con las que se ordenan y gestionan el alojamiento, el agua, o los espacios naturales son diversas, como lo son sus escalas, su carácter vinculante o estratégico, y las administraciones competentes. Podríamos discutir hasta qué punto tienen como centro la búsqueda del bien común y la satisfacción de necesidades de forma sostenible. Pero lo que es cierto es que respecto a la alimentación no encontramos una previsión semejante, ni en la escala territorial, si pensamos en la ordenación de los suelos agrarios, ni en la escala urbana, si centramos la atención en los espacios necesarios para la distribución y acceso a alimentos. La conservación, gestión y localización de una parte significativa de los espacios e infraestructuras que hacen posible que las ciudades y pueblos se alimenten se ha dejado en manos privadas.
Esto no siempre ha sido así. De hecho, hasta el siglo XIX las instituciones públicas asumían la responsabilidad de asegurar la llegada de un mínimo de alimentos a las ciudades, en gran medida para limitar la posibilidad de motines vinculados a su escasez o a su precio, para controlar la calidad, y para cobrar impuestos por su entrada en las ciudades. Pósitos, alhóndigas, graneros, mercados, mercados centrales, mataderos… eran elementos gestionados por los municipios o por la propia corona. Las ciudades ejercían un control estricto sobre lo que se vendía y los precios a los que se vendía[1]. Pero, como apuntan Guàrdia y Oyón (2007), en la segunda mitad del siglo XIX se produce un cambio en la consideración del abastecimiento, vinculado a las posibilidades que brindan las nuevas tecnologías de la época, y a la liberalización comercial, como se puede deducir de los escritos de uno de los principales referentes del urbanismo en aquel momento, Ildefonso Cerdá. En su Teoría de la Construcción de las Ciudades, de 1859, concedía todavía gran importancia a la alhóndiga, mientras que, en 1867, en su Teoría General de la Urbanización, escribía:
No estamos ya en la época en que la Administración pública tenía que tener en la urbe inmensos hórreos o paneras para atender a la común subsistencia de los ciudadanos (…) La libertad de contratación alcanza a todo, hasta a los artículos de primera necesidad… (p. 111)
Algunos vestigios actuales de la intervención pública se encuentran en los mercados centrales (con gestión compartida entre ayuntamientos y Estado) y en los mercados municipales, infraestructuras que aseguran que la cadena de suministro llegue hasta las poblaciones. Pero podemos detectar también carencias importantes en lo que se refiere a asegurar la diversidad, la proximidad, la accesibilidad y en general la existencia de un entorno alimentario saludable en pueblos, barrios y ciudades. Ya no se construyen mercados municipales. En los nuevos crecimientos la venta de alimentos se localiza generalmente en grandes centros comerciales, y en los pequeños núcleos rurales es habitual que no haya comercio alimentario o de ningún otro tipo, viéndose sus habitantes obligados a depender de la venta ambulante o a domicilio, o a desplazarse a otras poblaciones.
Sin embargo, deberíamos entender como recursos estratégicos los suelos y las infraestructuras necesarias para realizar las distintas actividades de la cadena alimentaria, desde la producción primaria, a la transformación, la distribución, la adquisición y consumo, sin olvidar la gestión de los residuos. Y esto es evidente si observamos la vulnerabilidad de un sistema alimentario cuya lógica nos hace altamente dependientes de recursos externos, y vulnerables ante problemas en los territorios productores o en las cadenas globales de suministro. Esto sin olvidar los graves impactos ambientales y sociales que genera, que por sí mismos ya nos darían motivos suficientes para abordar la transición hacia su mayor sostenibilidad, resiliencia y justicia social.
Planificación multiescalar del sistema agroalimentario
Una de las maneras de abordar la incorporación de la alimentación en el planeamiento es la consideración de los suelos aptos para el cultivo que entran en juego en las distintas escalas en la transición urbano-rural. Son numerosas las propuestas que han partido de este análisis espacial, desde el urbanismo agrario de Andres Duany (2011), que identifica espacios en el transecto desde la escala de la edificación (balcones, azoteas, patios) a la regional (grandes cinturones agrarios periurbanos). Hasta los paisajes urbanos productivos continuos (CPULs) ideados por Viljoen y Böhn (2014), que plantean el diseño de la agricultura urbana en red, con nodos y corredores, que penetra en la ciudad, transformando sus zonas libres, ejes de conexión, zonas verdes…
Esta territorialización espacial de la producción alimentaria, centrada en el cultivo, se puede complementar con la localización de otros elementos para la transformación y distribución, como almacenes, obradores, centros logísticos, espacios de venta, etc, que también son necesarios en el espacio rural, periurbano, urbano o en la escala barrial para generar circuitos alimentarios de proximidad.
Cuña agrícola en el sureste de Madrid, parque lineal del Manzanares. Junio de 2020. Morán, Nerea.
Planificación multifuncional del sistema agroalimentario
Además del dónde, es decir, la localización y delimitación de suelos, debemos pensar en el cómo, en qué tipo de uso es el que se permite en el lugar, con qué otros usos es compatible, y qué reglas debe seguir para evitar externalidades negativas. Si lo planteamos en términos de servicios ecosistémicos, tendríamos que asegurar que, además de los servicios de abastecimiento vinculados a la provisión de alimentos, los suelos agrarios contribuyan al cierre de ciclos ecológicos, a la mejora de la biodiversidad, o que incorporen funciones sociales y culturales, desde la recreación al aprendizaje, pasando por la generación de identidad y sentido de pertenencia.
Problemas como la contaminación de acuíferos, el agotamiento de suelos, la erosión, la pérdida de biodiversidad (genética y ecosistémica), se deben abordar desde una reconsideración de los sistemas de producción alimentaria. De igual manera que las soluciones basadas en la naturaleza son la nueva referencia para rediseñar el soporte urbanizado, avanzando hacia una adaptación de los usos urbanos al funcionamiento de la naturaleza (en términos de drenaje, o de confort ambiental por ejemplo), también se debe avanzar en soluciones para reintegrar las actividades agrarias en los ciclos naturales, desde un enfoque agroecológico.
Ordenación, uso y gestión
Sería necesario contar con planes vinculantes, bien sean sectoriales o urbanísticos, que delimiten, protejan y regulen los suelos agrarios, dándoles la misma entidad que se da a los espacios naturales. Algo especialmente importante dada la actual competencia con otros usos más lucrativos o de importancia estratégica (como la producción de energía), que pueden suponer cambios en los usos del suelo. De la misma manera que existe una Red Natura 2000 que integra espacios naturales de gran valor a escala europea, se podría pensar en una red de suelos agrarios, estableciendo diversos grados de protección, con figuras equiparables a parques nacionales o regionales, estableciendo reglamentos para los usos y actividades a desarrollar en estos espacios. Se podría extender a todo el territorio la lógica de protección de los parques agrarios existentes en entornos periurbanos, como los de Milán, Baix Llobregat o Fuenlabrada[2]. Otra posibilidad son los Planes Territoriales o Especiales específicos, como el Plan de acción territorial de ordenación y dinamización de la Huerta de València (Generalitat Valenciana, 2016). Existe una proposición de Ley para la protección de suelos de alto valor agroecológico y de suelos de interés agrario, la Ley Intervegas, que podría dar el marco general para un cambio en la consideración de los suelos y en su protección en los distintos instrumentos de planeamiento[3].
Mediante el planeamiento general también es posible preservar los suelos agrarios, clasificándolos como no urbanizables. Pero sería recomendable unificar los criterios de protección, y sobre todo cambiar la percepción de su valor, de modo que la regulación de usos responda a criterios de sostenibilidad y resiliencia. Se podrían hacer extensibles a los suelos y equipamientos necesarios para reterritorializar el sistema alimentario los estándares urbanísticos para zonas verdes o de equipamientos. Así podríamos establecer un estándar de suelo agrícola por habitante, que pueda cubrir unos umbrales mínimos de autonomía alimentaria de la población; así como un estándar de suelo agro-urbano vinculado al acceso en proximidad para el autoabastecimiento, la educación ambiental o el ocio. Por otra parte, será necesario idear nuevos equipamientos o repensar los existentes desde su posible relación con la alimentación.
Mercado municipal, 2017. Morán, Nerea.
Lo público y lo comunitario
En todo lo expuesto anteriormente se le ha dado un gran protagonismo al papel de las administraciones públicas en la regulación orientada a la territorialización del sistema agroalimentario. Estos cambios deben ir de la mano de una democratización del planeamiento y del sistema agroalimentario, de modo que se abran canales de cooperación público-comunitaria, que den soporte a las redes de colaboración y a la acción ciudadana que ya está actuando para resolver colectivamente necesidades cotidianas.
Notas
[1] Obviamente, el control sobre la calidad se ha mantenido, y las instituciones públicas siguen velando sobre la seguridad alimentaria con inspecciones y controles estrictos.
[2] Para conocer más sobre la figura del parque agrario y sobre proyectos concretos ver Yacamás y Zazo (2015)
[3] Ver https://intervegas.org/ley-intervegas/
Referencias
Duany, Andrés (2011). Garden cities: theory & practice of agrarian urbanism. Duany Plater-Zyberk & Company.
Generalitat Valenciana (2016) Plan de acción territorial de ordenación y dinamización de la Huerta de València. Valencia, Conselleria d’Habitatge, Obres publiques i Vertebració del Territori.
Guàrdia Bassols, Manuel, & Oyón Bañales, José Luis (2007). Los mercados públicos en la ciudad contemporánea: el caso de Barcelona. Biblio 3W. Revista Bibliográfica de Geografía y Ciencias Sociales, 12(744), 1-11
Viljoen, André, & Bohn, Katrin. (2014). Second nature urban agriculture: Designing productive cities. Routledge.
Yacamán, Carolina, & Zazo, Ana (coords.) (2015) El Parque Agrario: una figura de transición hacia nuevos modelos de gobernanza territorial y alimentaria, Madrid: Heliconia S. Coop. Mad.