26 Urr Ideas para un panfleto contra la eventualización de las ciudades
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1. La ciudad superficial: Many more acts to be announced
El sábado 8 de diciembre de 2018 se celebra en Escocia el evento “Sleep in the park”. Los organizadores aspiran a concitar a más de 12.000 personas en parques públicos de las cuatro principales ciudades del país. Se las convoca a que pasen juntas una noche al raso. Una noche. 4 ciudades. 12.000 personas. Under the stars. El motivo: llamar la atención sobre la situación de los sin techo. Un evento de concienciación social acerca de la lacra del “sinhogarismo”. La organización amenizará el vivac con la actuación en directo de cantantes pop, que esa noche se desplazarán de una a otra ciudad en un helicóptero fletado generosamente por el Grupo Curtis Moore Limited, una empresa dedicada a cerramientos, revestimientos y tejados. Las autoridades han anunciado que al helicóptero se le eximirá del pago de las tasas por uso de aeródromos, de modo que pueda desembarcar a coste cero a Amy Macdonald y KT Tunstall, los artistas. Many more acts to be announced, prometen en su página web. Mientras tanto, ensalzan el evento como un movimiento colaborativo que aglutina al tercer sector, la empresa privada y la administración pública, sin olvidarse de invitar a la participación “as individual or as a business”.
No hace falta ponerse el traje de seguidor de Iain Sinclair, Edward W. Soja o de post-posmoderno discípulo de Guy Debord y Henri Lefebvre para que este “Sleep in the park” parezca, a simple vista, una manera impertinente de festivalizar una desgracia social. Ni Orwell, como tragedia, ni los Monthy Python, como farsa, habrían acertado a imaginar con tanta precisión poética la posibilidad de que una acampada jardinera en beneficio de los sin hogar estuviera patrocinada por una empresa de tejados. Ciudadanos de clase media que se solidarizan con los sin techo imitando sus indigencias nocturnas, convirtiendo, eso sí, su precariedad estructural en una experiencia eventual, a mayor gloria de la reparación de una pobreza que se juega como un rol. ¿Qué será lo siguiente en esta gamificación de lo político? ¿Una ecoruta solidaria por contenedores de basura, tirando de chasis de carritos de bebé, para llamar la atención sobre la situación de los recogedores de cobre rumanos? ¿La ocupación solidaria, durante una tarde noche, de los puntos más calientes de prostitución en polígonos industriales, a cargo de hombres y mujeres con profesiones respetables que, como nuevos Kolbes, liberen de sus vejatorias obligaciones a sus habituales inquilinas subsaharianas?
Sin embargo, la iniciativa “Sleep in the park” va camino de convertirse en un éxito ejemplar, digno de estudio y exportable. Como en el caso de otros eventos, se trata de un suceso al que acreditan sus resultados. Recaudación para instituciones benéficas y de caridad. Fondos para un “village social”, con casitas de madera, huerto sostenible y áreas comunales, que dan acomodo y en las que se atiende a personas sin hogar. Los eventos no se organizan contra algo sino por algo. Su éxito no se mide por el poder con que contribuyen a auscultar y transformar las causas estructurales de una situación, sino por su capacidad para generar una epidermis social sobre la que se desliza un sentimiento de solidaridad susceptible de ser monetizada. La razón social de un evento contribuye, si acaso, a tematizar la experiencia que ofrece a sus consumidores, quedando en muchas ocasiones como un sujeto vacío sobre el que se decide a posteriori: primero el evento, luego la emocionante decisión acerca de quién sea el beneficiario de sus monetizaciones, en una reedición ociosa del lema que la liga hanseática birló a Plutarco “Navigare necesse est, vivere non necesse”. Se hace así justicia a la etimología del término: evenire [venir de, salir, resultar], que comparte raíz con términos como aventura, porvenir… o subvención.
Se equivoca quien piense que los eventos son un asunto ocioso e inmune a la realidad social –la discriminación de género, las enfermedades raras, las víctimas de guerras olvidadas, la empleabilidad juvenil-, antes al contrario, prosperan muchas veces colocándola en la diana de sus intereses. Pero lo que antes movilizaba manifestaciones y actos de rebeldía con los que se pretendía nombrar claramente las causas y señalar directamente a los culpables, en la confianza de que se podía vencer al statu quo y reorientar sus gravosas normatividades, ahora genera oleadas de solidaridad organizada, bajo el formato de eventos colaborativos de los que la autoridad no solo no sale mal parada sino de los que participa muy activamente y en primerísima línea de fotografía. Entre otras muchas formas, cediendo el espacio público. Los eventos prosperan en las ciudades con administraciones más afectas a esas razones del nuevo capitalismo de la claudicación, que nos convence de nuestra impotencia para interpretar los problemas sociales como productos históricos de las contradicciones resultantes de una lucha entre fuerzas antagónicas que operan a nivel infraestructural. Pretenden persuadirnos de que la confictividad ha de ser arreglada en el espacio superficial de sus síntomas –el sinhogarismo, el feminicidio, el ahorcamiento de galgos, el cambio climático-, que esos sí nos resultan comúnmente accesibles, a través de los mass media y no de la alta dialéctica, y sobre los cuales todos podemos estar más o menos de acuerdo sin tener que echar mano de esas cosas tan desagradables llamadas ideologías. La ciudad superficial es la ciudad no de los antagonismos sino del posicionamiento –de un solo posicionamiento.
2. Si Vd. no quiere un empleo eventual, ¿por qué desea vivir en una ciudad eventual?
Hoy llamamos ciudad a algo muy distinto de lo que mereció ese nombre un siglo atrás. Hace ya más de dos décadas que M. Christine Boyer publicó su CyberCities: Visual Perception in the Age of Electronic Communication. Muy en línea con lo que estaban diciendo por aquella época Homi Bhabha, Paul Virilio, Mike Davis o, algo antes, los propios Foucault y Deleuze, Boyer constata cómo el planeamiento de la metrópolis finisecular es el reflejo de un colapso disciplinario. Las sociedades disciplinarias que modelaron la conducta a través de instituciones como la escuela obligatoria, la fábrica maquinista, la ciudad industrializada o la familia burguesa, han evolucionado hacia un tipo mutante de control algorítmico, facilitado por la tecnología digital. Debemos leer esta evolución desde y con el espacio urbano. Planear eficientemente una ciudad pasa hoy por volverla amigable y porosa a esa membrana de conectividad aparentemente libre que recorre el globo a velocidad ultrarrápida y a través de la cual se extiende un orden de control que –por más que sigamos fascinados los cachiporrazos guiñolescos de Kim Jong Un y Donald Trump- funciona como una malla ondulante que trabaja simultáneamente, en un punto y en otro, mediante las embajadas de las corporaciones multinacionales.
“Los eventos son un motor indispensable de la nueva economía de las ciudades” “Los eventos son un cruce deseable entre innovación económica, participación social y puesta en valor del territorio” “Los eventos no solo ayudan a posicionar a Bilbao en el mercado mundial de ciudades, añadiendo valor a su identidad y a su imagen, sino que atraen talento y constituyen una oportunidad para que la ciudadanía se reapropie colaborativamente del espacio público” “Hay que mirar, antes que al evento en sí, a la catarata de beneficios que lo hacen perdurable a partir de un detonante del que la ciudadanía es siempre activa protagonista” ¿Valdrían como declaraciones verosímilmente salidas del gabinete de prensa de una alcaldía? ¿Traducen estas frases –inventadas- el buenismo con que hoy se inocula entre los ciudadanos la necesidad de eventualizar la ciudad? Sin embargo, como toda retórica, junto a sus puntos de visión, que no deseo negar, también ésta presenta sus puntos de ceguera. Creo que es muy oportuno que resumamos algunos de ellos.
El primero es la “arquitecturización” del espacio público. Parecería como si solo se crease espacio público allí donde hay urban design, con alto coste y necesidad de reamortización. Esto, además de atropellar al sentido más profundo, vibrante, humano y transformador de lo que es el espacio público, está corroborando el hecho de que, si en el siglo XX el urbanismo era la continuación de la política por otros medios, en el siglo XXI la política es más bien la continuación del urbanismo con prácticamente sus mismos medios.
El segundo punto de ceguera pasa por la defensa de un concepto de publicidad del espacio reducible a sus esencias mercadotécnicas. Habermas estudió cómo durante las fases avanzadas de la sociedad industrial se impuso un modelo de propaganda comercial presentada como si estuviera movida por un interés público [no deseamos vender yogures, tan solo cuidar la flora intestinal de los vascos]. Se oculta a todo trance el interés particular –dar salida a una mercancía- travistiendo las genuinas intenciones privadas del publicista con disfraces de interés público. Cambien mercancía por ciudad. Los políticos han perdido los complejos al hablar de su ciudad –de su país- como una marca, de modo que orientar la pulsión consumidora del visitante hacia la marca –nacional y extranjero, turistas y espectadores por igual- significa sellar una relación vicaria y clientelar entre individuo y espacio. Este último habrá de ser, en consecuencia, medido por su valor de cambio en la bolsa de ciudades y no por su valor de uso en la vida de sus ciudadanos.
El tercer punto de ceguera afecta a los indicadores barajados a la hora de elaborar los datos con que se legitima el éxito de un evento. ¿De qué vale que en la era del Big Data podamos recabar ingentes cepas de información, de manera casi instantánea, si luego categorizamos dichos datos de acuerdo a los más banales, interesados y reduccionistas indicadores? Nunca ha habido una mayor atención política hacia la noción de impacto social; y nunca se ha invertido menos imaginación en salir del atolladero de las metodologías puramente cuantitativas, cocinadas con lenguaje estadístico y servidas mediante abultadas cifras económicas, con urgencia periodística, en ruedas de prensa post-evento que no pueden esperar 24 horas porque la auto-legitimación es un plato que se enfría muy rápido.
El cuarto punto de ceguera apunta a la metáfora escénica que parece regular el espacio público. Si nuestras ciudades devienen escenarios globales, habrá que preocuparse entonces por cuál es el papel que se asigna en ellas a personas reales, con necesidades aún más reales. Si la ciudad-escenario colma las apetencias gamificadoras y participativas de la nueva ciudadanía, ¿será porque ésta se sabe productora del montaje y disfruta de algún control sobre sus condiciones materiales? ¿quizás porque se siente, de algún modo, autora de la dramaturgia urbana y, al escribir sus libretos, comparte un poder sobre sus contenidos ideales? ¿acaso porque agradece que habitar el espacio de la ciudad se haya transformado en una perpetua ocasión para ejercer el placentero oficio de espectador-retwitteador? De cómo respondamos, de si podemos o no responder, depende la posibilidad de iluminar esos puntos ciegos que nos deja la retórica de las ciudades “eventuales”, esas que están llenas de espectáculos gratuitos en los cuales, sin embargo, todos los espectadores han pasado antes por taquilla.